El sofisma de Juárez

El sofisma de Juárez

México: un país que reniega de su pasado español con vehemencia, pero lo hace en perfecto español. 

Un país que se envuelve en un nacionalismo construido no sobre la memoria, sino sobre el olvido, sobre mitos repetidos hasta volverse dogma. México no se puede entender sin España. Intentar narrar su historia sin referirse a la presencia hispana es como pretender contar una vida sin mencionar al padre: se mutila el origen, se deforma la identidad.

El relato oficial mexicano ha convertido la conquista en un trauma perpetuo, una herida abierta que sirve para justificar todos los males presentes. Pero los hechos, cuando se revisan sin apasionamiento, desmontan muchas de las narrativas predominantes. Por ejemplo, la llamada independencia de México no ocurrió el 16 de septiembre de 1810, día en que se celebra el Grito de Dolores, sino que fue un proceso largo, complejo y plagado de contradicciones que culminó hasta 1821 con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México. Y a diferencia de lo que se enseña en las escuelas, los verdaderos artífices de la independencia no fueron los insurgentes idealizados, sino una alianza entre criollos conservadores y el alto clero, que pactaron con Iturbide la ruptura con la metrópoli, en parte porque España había abrazado el liberalismo en 1820.

Lo que México celebra como independencia es, en gran medida, una reorganización de las élites. Los pueblos originarios, los mestizos, los afrodescendientes, no vieron mejorar sus condiciones tras la independencia. De hecho, en muchos casos empeoraron. El indigenismo postrevolucionario construyó un pasado prehispánico glorificado pero ajeno, porque los propios pueblos indígenas continuaron siendo marginados y excluidos. Y sin embargo, la culpa siempre recae en España.

Es curioso que un país que reniega de España celebre fervorosamente la Navidad, la Semana Santa, el día de Todos los Santos (transformado en el Día de Muertos), y la festividad de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen y culto fueron promovidos precisamente por frailes españoles como una estrategia de sincretismo religioso. La Guadalupana es, en su esencia, el ejemplo más profundo de esa mezcla que dio origen a México: una figura mariana adaptada a las creencias de los pueblos originarios, enmarcada en la devoción católica importada de Europa.

Aún más contradictorio es el culto al personaje de Benito Juárez. Se le venera como el gran padre de la patria, el reformador incuestionable, el apóstol del laicismo. Sin embargo, Juárez fue un masón convencido, profundamente anticlerical, y su mandato se caracterizó por un autoritarismo que muchos prefieren ignorar. A Juárez se le atribuye la frase "Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz", una máxima que en realidad fue formulada casi dos siglos antes, en 1647, por el papa Inocencio X, durante las negociaciones para terminar la Guerra de los Treinta Años. Esa guerra, que desangró Europa entre 1618 y 1648, culminó con la Paz de Westfalia, un acuerdo que consagró el principio de soberanía y tolerancia religiosa. De allí proviene la famosa frase, usada en contextos diplomáticos para promover la convivencia entre credos y naciones. Juárez, simplemente, la adoptó y la repitió.

El problema de México no es haber sido colonia, porque nunca lo fue. Fue una provincia de pleno derecho dentro de la Monarquía Hispánica, con instituciones propias, representación en las Cortes y una estructura administrativa que respondía directamente a la Corona. El problema radica en haber construido su identidad sobre el rechazo de su propia esencia. Al renegar de España, México se niega a sí mismo. Porque México es también Hernán Cortés, Bernardino de Sahagún, Sor Juana Inés de la Cruz, el Virreinato, los Reales Colegios, la imprenta traída desde Europa, el urbanismo barroco, las universidades fundadas por órdenes religiosas, y el derecho indiano que reconocía la protección del indígena frente al abuso.

El mito de una nación prehispánica homogénea también carece de fundamento. El imperio mexica era una teocracia expansionista y esclavista, odiada por muchos de los pueblos sometidos, que se aliaron gustosos con los españoles en 1519-1521 para acabar con su yugo. Tlaxcaltecas, totonacas y otros grupos vieron en los españoles una oportunidad para liberarse. La conquista fue, en esencia, una guerra civil entre mesoamericanos con apoyo europeo. Esa es la verdad histórica que tanto molesta.

Hoy, cuando México atraviesa crisis de identidad, de valores, de rumbo, la solución no está en inventar un pasado. Está en asumirlo con madurez. Recuperar la memoria es el primer paso para recuperar la identidad. Reconocer que México es heredero directo de España no significa negar sus raíces indígenas. Al contrario, implica reconocer la riqueza de esa fusión que lo hace único.

Un país que construye su historia sobre relatos y no sobre datos corre el riesgo de convertirse en un Estado fallido. La educación basada en el resentimiento, la manipulación del pasado y la ignorancia institucionalizada están pasando factura. No es España quien debe pedir perdón, sino México quien debe reconciliarse con su propia historia.

Solo cuando México deje de ver a España como verdugo y se reconozca como parte de ella, podrá construir un futuro con fundamento. Porque un país sin pasado no tiene raíces, y sin raíces, cualquier viento lo derriba.
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